jueves, 26 de abril de 2012

Paula, es un bonito nombre para cualquier día nublado.


Observamos el paso del tiempo. Nos detenemos y reflexionamos sobre ello. Lo paramos, lo retrocedemos, lo avanzamos e incluso a veces lo disfrutamos. Pero nunca aprendemos de esa esencia abstracta que es tan inherente al ser humano como lo es razonar o soñar.
No aprendemos a sorprendernos cada día ni tratamos de observar lo rutinario como único. 


Como cada mañana, olvidé pensar en ella. 
Me llamaba la atención aquella cara bonita acompañada de una sonrisa que no parecía tener nada que ver con la felicidad. Esa sonrisa que escondía algo más que una vida diferente.
Reparé en ella cuando apenas se colaba en mi cabeza aquella explicación numérica que nunca parecía acabar y que me empujaba irremediablemente a ver los primeros rayos de sol en las caras de mis compañeros. Aquella mirada serena contemplaba lo que yo no era capaz de siquiera comprender. Con el gesto de aquel que conoce la solución me miró, y de no haber cruzado nunca más de dos frases con ella, hubiera pensado que era de esa clase de mujer que tiene todo bajo control. 
Aunque yo verdaderamente sabía, que no había nada más lejos de la realidad.
Tras reparar en mi mirada exploradora, decidió maquillar el gesto dedicándome un guiño de ojos nada desmerecido al de cualquier famosa actriz de cine.


Hoy, todavía recuerdo aquella situación. Han pasado casi dos meses y como desde entonces, su mirada se sigue posando cada día en las nubes. Nubes que rodean aquella rubia melena los días nublados. También he pensado últimamente, que quizás fuera ella la cuerda, y yo el loco que intentaba entender algo de ella o al menos cercar su campo de pensamiento, para intentar poner puertas al campo. Intentaba ser quien la escuchara, pero ahora sé que no necesita que la escuchen, tan solo hablar. Hablar de la vida, hablar de las noches, de los trenes o de ciudades recónditas, pero nunca, nunca más de amor.


Y tal vez, después de todo, nunca aprendería nada de ella.