lunes, 20 de mayo de 2013

El día que la amalgama desapareció. (II)

Nadie sabía mejor que las nubes blancas dibujadas sobre la pecera azul, seguir el compás al tiempo.
Nada crujía con tanta facilidad como el tallo de la hoja marrón al tacto en otoño.
Nada revestía más la piel que el agua salada en verano, la franela en invierno o su abrazo cualquier noche del año.
Nadie sabía cómo aprender a olvidar y si alguien lo aprendió, jamás quiso enseñarlo a los demás. Seguro que Ella aprendió a olvidar aprendiendo a querer y quiso obviar, que pretendió aprender a querer y conformarse al pensar que olvidar, fue mejor.

Ella quería volcar la pecera que era el cielo. Sólo el tiempo pudo ayudarla a ponerlo todo patas arriba.
Y cuando las cosas comenzaron a caer hacia el lado vencido, sólo el tiempo la ayudó a atrapar en su caída lo valioso.
Y qué paradoja, que el tiempo se convirtiera en su mejor compañero. 'Tic, tac', 'tic, tac', podría pasarse el resto de los minutos de su rotada vida logrando borrar dos segundos de la pasada, ni en calma, ni en orden, sospechosamente desordenada.
¡Qué cosas tiene el tiempo! y qué delicia la entropía...

Y Picasso... Picasso lo sabía. Bien es cierto que su época no fue la mía.
O quizás... Quizás mi época no es la suya. 
Letras, voces, discusiones a la luz de las velas. Cuadros, cartas, novelas que aún conservan melodía.
Hemos olvidado la sinfonía. Los colores, la humanidad y la descripción de las caricias.
Ahora tenemos amaneceres, farolas en noches oscuras, prados verdes y montañas vacías. Nevadas sí, pero vacías. Es cierto que recogemos su reflejo en el lago. Una vez. Y otra, y otra más. Pero ya nadie nos cuenta a qué huele la orilla. Ya nunca vemos el reflejo de la montaña sobre el agua al nevar, porque no somos capaces de verla reflejar.
Estoy tan cansado de verla posar para un cristal...

Las estrellas ya no palpitan en el cielo. Bueno, palpitan lejos, muy lejos, cerca de la serenidad, la calma y la anonimidad. 
¿Porqué tengo que irme tan lejos a verlas deslumbrar?
Creo que siquiera una terraza con frío invernal compartida con sus ojos opacos, de llorar, puede hacerme sentir otra vez cerca de la Luna. 
O quizás sí. Si todo fuera tan sencillo como desordenar...