jueves, 23 de junio de 2011

Hermanos, camaradas, amigos; yo quiero sólo cantar vuestras penas y alegrías, porque el mundo me ha enseñado que las vuestras son las mías.

Con las manos cansadas y los brazos entumecidos decidió sentarse a escribir. Le gustaba hacer aquello que sólo requería algo de imaginación y vida que contar. Con una desconocida lentitud alzó la pluma y comenzó a rasgar el papel que se encontraba sobre la envejecida mesa de escritorio. Deseaba cambiar el mundo con algo de tinta negra y sus divagaciones, pero cada día se daba cuenta de que lo único que cambiaba era él mismo.
Aquellas últimas semanas eran las más dolorosas que recordaba en años. La gente decía, que era un hombre joven, que físicamente tenía un aspecto que más de uno desearía, pero por dentro era cada día cien años más viejo. Al igual que las termitas de los viejos troncos, aquellos problemas de amistades y amores estaban acabando con él, dejándolo vacío por dentro de todo sentimiento y debilidad. Lo poco que quedaba de aquel amante de la vida se consumía con cada nuevo amanecer, sintiéndose impotente por no parar el tiempo cuando todavía era de noche, por no sufrir un día más.

El que fuera gran defensor de la poesía y creyente convencido de la prosa romántica, dejaba de creer en la lírica como energía motora de un mundo mejor para convencerse de que aquellos trazos en el papel, no eran sino pedazos de un alma que otros no podrían entender, motivos para sonreír cuando desaparecían las ganas. Anhelaba el efecto causado por sus palabras en las jóvenes antaño, pero realmente no era esa su preocupación. Dudaba de sí mismo y de aquello que medía su vida, aquella inteligencia que era todo cuando tenía y que fallaba, o eso comenzaba a creer.
Ya no convencía a nadie, todos sus discursos sonaban vacíos y la gente le escuchaba asintiendo con la cabeza para darse la vuelta y huir, lanzando al aire pensamientos interiores carentes de toda admiración por su trabajo, su vicio y su vida: las palabras.

Con los magullados brazos apoyados en el escritorio miraba el reloj y vacilaba decisiones, soluciones a todo aquello. Hacía días que dormía mal, no se acostumbraba a la soledad y desde que Ella se fue, la casa era más oscura y silenciosa. Él se negaba a olvidarlo todo, a dejar que el tiempo fluyera a la misma velocidad que cuando ella estaba junto a él, seguía sin entender como el tiempo pasaba tan deprisa al cobijo de su mirada y como relajaba su ritmo el pequeño minutero ahora que faltaba su perfume. Pensó, entre mil cosas, los motivos de su esperada marcha y no encontró arrepentimiento alguno, habían disfrutado juntos e incluso hasta los últimos días habían sido realmente felices.
Echando la vista atrás decidió recordar aquellos cortos días de primavera en que compartían sólo amistad, pero también secretos bajo la piel, secretos desvelados que ahora dormían con él al igual que ángeles caídos. Le atormentaba el pasado y su futuro incierto no aventuraba tiempos mejores. 
Se levantó tirando la pluma contra el suelo y se arrodillo sobre la desgastada tarima de la habitación. Había anochecido por entonces y a tientas decidió buscar la puerta para dejar pasar algo de luz en la habitación, no pensaba seguir escribiendo. Con dificultad abrió la puerta que rechino bajo los goznes. Avanzó por el pasillo y poniendo la mano en el pomo de la puerta que conducía a aquella calle con nombre de película y lo hizo girar, esperando al otro lado de la puerta el destello dorado de un pelo que había tratado de ahogar en vasos de alcohol. 
Cuando el espacio entre el marco y la puerta fueron suficientes para la salida de un hombre dio un paso adelante y levantó la cabeza. No lo esperaba, pero allí estaba la sombra de alguien conocido esperando su salida. Era su fiel amigo, aquel con el que tantos ratos había compartido y con quién tantos secretos unían. Con frialdad se acercó a él y manteniendo sus oscuros ojos fijos en él lo abrazó como a un hermano, no quería consuelo, no buscaba aquello, si no simplemente compartir unos minutos de silencio con aquel que lo esperaba a su puerta olvidando el pasado.

1 comentario:

  1. Cuánto me ha enseñado a mí Blas de Otero. Quizás también lo imaginaba escribiendo, mientras yo lo leía esperando que entrara en mi habitación alguien por la puerta. Vida que contar es lo que se necesita, pero también la imaginación nos puede contar las vidas de otros. Y es posible que eso ocurriera también en las noches calurosas de los veranos, en los que no me iba de vacaciones porque mi padre tenía que trabajar, y el tiempo se demoraba hasta las tantas de la noche, viendo cineclub (¿todavía existe?) y esas pelis en blanco y negro subtituladas. Nunca aprendí inglés, pero sí mucha poesía. Y ¿por qué cuento esto? Pues no lo sé, debe ser el calor... Abrazos.

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