martes, 29 de noviembre de 2011

Historias anónimas de vidas comunes.

Amanecía con el mismo pijama a rayas de siempre. Como cada día el sol se colaba por las mismas rendijas de la ventana reflejándose en el cristal colocado a los pies de la cama. Hoy, después de 39 años, despertaba solo. Los quejidos de la puerta se hacían cada vez más intermitentes guardando relación con el viento que dejaba de soplar, quizás entendiendo que no prestaría atención a lo que había fuera.
Desconocía que día era, hacía años que no miraba el calendario. Sabía que era jueves si ella madrugaba, sábado si me despertaba entre abrazos y lunes y miércoles si llegaba antes de la media tarde a casa.
Extendí el brazo decidido a comer algo, pues aunque no pensaba si quiera en comer, mi cuerpo comenzaba a perder peso a pasos agigantados. Dejando atrás el frío que ahora dormía conmigo bajo ese edredón que fue hoguera, apoyaba ambos pies cuando sin sentir la planta de ellos, caí al suelo de madera como un silencioso baile improvisado. 
Lo siguiente que recuerdo fue la oscuridad de la noche colándose por el espacio donde antes, brillaba aquel dorado inolvidable.
Con el tiento de aquel que tropieza y aun observa la piedra a sus pies, intente incorporarme sin éxito. Me preocupaba que estaba pasando en mí y quizás la falta de alimentos fuera más preocupante de lo que pensaba. Como pude alcanzé el pequeño armario donde guardaba la comida, obligándome a comer.  En la misma posición que había despertado, me quedé dormido aguardando que todo fuera mejor. 
Bañado en sudor, desperté sobresaltado con un único pensamiento: su figura, aquella que no vendría para ayudarme a levantarme nunca más. Seguía sin poder moverme y ahora comenzaba a sentir un terrible dolor en ambos brazos. Comenzaba a temer que no habría más amaneceres para mí en aquella playa que me vió crecer, ni más reflejos en aquel cristal situado al pie de la cama que me vio enamorarme. Aun así, no tenía miedo a morir, tenía miedo a la soledad y quizás aquello que estaba sucediendo, era un caprichoso favor del destino, que no quería dejarme enloquecer sin ella entre las cuatro paredes de una pequeña cabaña perdida en la inmensidad de la arena.

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